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Geografía de lo múltiple: La ciudad de las mentiras
(Crítica de la ópera La ciudad de las mentiras de Elena Mendoza)
José María Ciria Sobella

Revista SulPonticello, marzo 2017

Hace más de cuarenta mil años, en los albores del pensamiento simbólico, de la mente abstracta y de la conciencia, un antepasado nuestro anónimo penetró en la cueva cántabra de El Castillo y dejó su marca en la pared. Un punto sutil, de pigmentación rojiza, que supone, a día de hoy, la muestra datada de arte rupestre más antigua conocida. Casi cuatro mil años después, un heredero de ese primer artista volvió a adentrarse en la caverna y, sobre el disco rojo, grabó sus manos en la pared a través del soplado de pigmentos. Diez mil años más tarde de esa segunda incursión, hace veintisiete mil años, un tercer individuo completó el panel dibujando el contorno anaranjado de un bisonte sobre la mano y el punto. Desde los orígenes de la humanidad, nuestros mundos han sido siempre múltiples. El espacio donde nace el arte, pero también la magia, la religión y la filosofía, es un cosmos ambiguo en el que, como explican los prehistoriadores Jean Clottes y David Lewis-Williams, “lo importante no era la huella sobre la pared, sino el instante en el que las manos dibujadas se hacían invisibles, […] cuando penetran en un mundo oculto detrás del velo de la piedra”[1]. La pared, como membrana, nos abre a un universo en el que diferentes espacios y tiempos se encuentran.

La propuesta escénica que Elena Mendoza y Matthias Rebstock han presentado esta temporada en el Teatro Real —cuyo público natural puede tender en ocasiones a huir de ese pensamiento heterogéneo de la caverna y digiere mejor la linealidad narrativa clara y los espacios bien definidos- retoma la idea primitiva del acto artístico como universo múltiple, como heterotopía a la manera de Michel Foucault: un lugar real con el poder de yuxtaponer en un solo emplazamiento diferentes locaciones incompatibles entre sí[2]. Con la literatura de Juan Carlos Onetti como impulso creativo y cambiando la cueva por la imaginaria ciudad portuaria de Santa María (tan recurrentemente habitada por los personajes del escritor argentino), Mendoza y Rebstock tejen un entramado de cuatro historias simultáneas que exploran las fronteras imprecisas entre ficción y realidad a través de la búsqueda que cuatro mujeres llevan a cabo de una identidad utópica. En un estilo muy borgiano, casi alquímico, las acciones se entrelazan a lo largo de las quince escenas, apareciendo y desapareciendo como en “infinitas series, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos”[3]. El escenario se convierte, de esta forma, en una cosmología de realidades fragmentadas, en un lugar de confrontación en el que es posible tanto la realización de un sueño, la transformación de lo verdadero en ficticio o incluso la coexistencia del tiempo de los vivos y los muertos encarnado en la figura de la frustrada novia que vaga eternamente por la ciudad vestida de blanco.

Todos los recursos teatrales se ponen en juego para la creación de la heterotopía: la escenografía fija desarrollada por Betinna Meyer hace del escenario del Teatro Real un espacio multidimensional y ambiguo que permite no solo ocupar las diversas estancias de la ciudad de forma polifónica, sino reconvertirlas y jugar con ellas conforme avanza la acción para hacer que tan pronto sean un bar (lugar mítico en la literatura de Onetti) como una estación de radio o una íntima habitación de hotel. El recurso técnico utilizado por Mendoza para distinguir los cuatro relatos asignándoles a cada uno de ellos una realidad sonora particular (a través del trabajo textural y del uso de diferentes plantillas instrumentales) conduce eficazmente al espectador a través de los continuos cruces narrativos. En algunas ocasiones, pese a que la combinación entre escenografía y música es potencialmente efectiva, las diferentes situaciones simultáneas se diluyen en una masa incierta y las fronteras entre ellas se tambalean llevando a una cierta confusión. Los relatos parecen a veces no estar del todo bien definidos como fragmentos, es decir, formando parte de un todo, pero con un carácter individual marcado. Por ello, se echa de menos, quizá, un uso más sutil de la amplificación que complemente la pluridimensionalidad de la escena con el contraste entre distintos planos acústicos; y de la iluminación, menos centrada en el todo escénico y buscando el frágil equilibrio de la identificación de los espacios sin llegar a independizarlos: un tratamiento del fragmento, como lo definió Maurice Blanchot, como “un oleaje de palabras errantes, que permiten (si se quiere) llevar lo uno hacia lo otro, en una unión que no forma unidad”[4].

La propuesta de transformar el escenario del Teatro Real en un espacio de espacios imposibles, en heterotopía, y sin entrar a valorar si este es el lugar más adecuado para una obra de estas características, hace de la La ciudad de las mentiras, más que un objeto que observar, un objeto de observación, una oportunidad magnífica para habitar y ver habitados los sugerentes territorios narrativos de Juan Carlos Onetti. El trabajo de Elena Mendoza y Matthias Rebstock, pese a que al público que acude tradicionalmente a la ópera haya podido resultarle radicalmente nuevo en el entorno del teatro —e incluso incomprensible-, no hace más que ampliar las fronteras de la creación actual hundiendo sus raíces en lo radicalmente primigenio, en la memoria de esos mundos múltiples que, desde los orígenes del arte (y, por tanto, de la humanidad), hemos venido habitando.

[1] Clottes, Jean y Lewis-Williams. (1996). Les chamanes de la préhistoire. París: Éditions du Seuil.
[2] Foucault, Michel. (1967). Des espace autres. En Architecture /Mouvement/ Continuité, Octubre 1984.
[3] Borges, Jorge Luis. (1941). El jardín de los senderos que se bifurcan. En Ficciones (pp.100-118). Madrid: Alianza Editorial.
[4] Blanchot, Maurice. 1979. Palabra de fragmento, en El diálogo inconcluso. Caracas: Monte Ávila.